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El feminicida serial de Iztacalco habría llamado a las familias de sus víctimas para burlarse de ellas horas antes de fallecer

  • guizarnoehmi
  • 16 abr
  • 3 Min. de lectura


Cassandra había marcado en el calendario esta semana con una mezcla de ansiedad, miedo y esperanza. El juicio por el asesinato de su hija, María José, estaba a punto de comenzar. Después de meses de cargar con una herida que no cierra, parecía que la justicia por fin iba a pronunciarse. Pero el domingo, todo se desmoronó otra vez: Miguel Cortés, el presunto feminicida, murió en el hospital tras sufrir una supuesta caída en prisión.


La noticia no solo dejó sin aliento a Cassandra, también removió los cimientos de un proceso ya de por sí frágil. Cortés no era un acusado cualquiera. La policía lo había detenido tras asesinar brutalmente a María José, una joven de apenas 17 años, a plena luz del día y dentro de su propio hogar, en Iztacalco. Era su vecino, vivía unos pisos más arriba. Cuando Cassandra salió brevemente a hacer compras, Cortés aprovechó para colarse al departamento, y allí atacó a su hija con un cuchillo. Cassandra alcanzó a volver, intentó salvarla, y terminó malherida. Los gritos alertaron a los vecinos y Cortés fue arrestado poco después. La escena en su casa parecía salida de una pesadilla: restos humanos, diarios con descripciones de asesinatos, huesos, ropa de mujer, celulares, discos compactos y hasta una memoria con evidencia.


La historia fue de inmediato portada de medios nacionales. Lo que parecía un caso aislado reveló un patrón escalofriante. La Fiscalía identificó indicios de al menos siete víctimas más, todas mujeres jóvenes. Algunas habían sido novias de Cortés, otras compañeras de trabajo. Una, Frida Sofía, desapareció en 2015; otra, Viviana, en 2018. Todas dejaron rastros, pero nunca respuestas claras. Cortés siguió libre durante años, a pesar de denuncias, testimonios y señales evidentes. ¿Por qué nadie actuó antes? ¿Cuántas muertes pudieron evitarse?


Después del arresto, la presión pública y el perfil psicológico del detenido —que lo describía como un psicópata violento, egocéntrico y altamente peligroso— llevaron a la Fiscalía a pedir la pena máxima: 116 años por el homicidio de María José y la tentativa de feminicidio contra su madre. Pero el caso se enredó en un sistema que, una vez más, parece haber protegido al agresor más que a las víctimas. El juez encargado, Juventino González Ocote, decidió descartar el perfil psicológico, a pesar de su peso clave. No era la primera vez que Ocote era señalado: ya arrastraba acusaciones por su manejo del caso de Yrma Lydya, la cantante asesinada por su esposo.


Para colmo, días antes de morir, Miguel Cortés logró comunicarse con los familiares de sus presuntas víctimas desde el penal. Llamó a Fernanda, hermana de María José, para burlarse y asegurarle que no se arrepentía de nada, que cada asesinato le había dado placer. ¿Cómo obtuvo los teléfonos? ¿Quién le permitió acceder a la caseta telefónica? ¿Por qué no hubo ningún tipo de control? Las preguntas se multiplican, pero las respuestas siguen ausentes.


Erendali Trujillo, la abogada de Cassandra, compareció el lunes frente a la cárcel exigiendo una investigación a fondo sobre la supuesta caída que terminó con la vida del feminicida. También pidió acceso a la necropsia del cuerpo, porque la familia tiene miedo de que la muerte de Cortés haya sido una farsa para evitar el juicio. En México, dice el padrastro de María José, todo es posible. En una carta que difundió a los medios, expresó que hasta no ver pruebas irrefutables, no cree que Cortés esté muerto. “No estoy seguro de que este maldito infeliz se esté pudriendo en el infierno”, escribió.


La rabia, la desconfianza y el dolor siguen vivos. El proceso que iba a ser un primer paso hacia la justicia para María José se quedó sin acusado. Y aún así, la lucha no termina. Trujillo ya trabaja para descubrir si hubo complicidad de funcionarios, omisiones de la Fiscalía o un intento de silenciar al asesino. Porque aunque Miguel Cortés haya muerto, hay algo que no se ha enterrado todavía: la verdad. Y esa, Cassandra no la va a dejar escapar tan fácilmente.


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